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viernes, 6 de enero de 2012

DOLORES

Todo el mundo se empeña en decir, aún después de seis años y aunque lo haya negado mil veces, que lo que me llevó a aquel trágico accidente que me dejaría tetraplejica y postrada la mayor parte del tiempo en una cama, fue mi angustia y mi nerviosismo por llegar a casa de mi madre para encargarme de sus cuidados y necesidades de aquella tarde, pues según la gente, que no yo, llegaba tarde. Del por qué mi familia se empeñaría en despertar en mi aspecto lastimero un atisbo de heroísmo, jamás lo sabré.
    Se debería tratar tal vez de lo triste en decir que iba a mi ritmo de siempre, confiada con mis manos sobre el volante rumbo del camino de siempre por la carretera de siempre y con mi mente en otra parte, que mi pie me jugó una mala pasada y en el momento menos inesperado apretó el acelerador y que cuando quise poner remedio, que fue cuando me di cuenta, ya era demasiado tarde y me di de bruces contra esa curva similar a otras tantas que ya había dejado atrás.
    Desde aquella tarde empecé a ser la pobrecita Dolores y para los médicos una tetraplejica más. ¿Causa? Accidente de coche. ¿Iba bebida? No, no iba bebida ni drogada, y yo que estaba entre la conciencia y la inconsciencia me hubiese gustado añadir que lo que estaba era distraída pensando en que tenía que comprar zumo de naranja del que sabía como el natural pero que no llevara pulpa, azucarado, pero que no engordase mucho, porque iba a ir a cenar a mi casa mi hija y le gustaba ese zumo del que nunca recordaba la marca.
    Decidí no tomármelo a llanto, aunque vergüenza de aquel trágico fallo a mi edad, sentí mucha y mil veces que me la comí. Tampoco decidí volverme una cascarrabias ni una de esas leyendas urbanas como, por ejemplo, la vieja chiflada postrada en una cama que dicen que si te acercas mucho a ella saca sus mandíbulas y te come, pero no un poco, te devora de verdad.
    Quizá lo que me molestara de verdad era el entusiasmo fingido de las enfermeras y mi simple diagnóstico archivado en mi historial, y es que en ningún informe médico ponía: Dolores, a raíz del torpe accidente acometido el día tal del mes cual del año x y a causa de su tetraplejía, se ha convertido en una psicóloga familiar de élite y a agudizado tanto su oído, su vista y su olfato que nada tendría que envidiar ni a un detective y si me apuran a un chef, y que considera los pucheros que hace su vecina la Encarnita una delicia.
    Y es que, por ejemplo, esta última semana, mi hija ya se me ha quejado cinco veces de la lavadora que le empieza a fallar, de su Javier que ya no sabe qué hacer para que saque buenas notas y de su marido que no se implica. Y todo esto lo hace mientras me coloca la cuña, mientras me quita la cuña, mientras me recoloca la almohada y mientras no hace absolutamente nada, y yo, que no puedo salir corriendo, ahí me quedo sin más remedio que escuchar a todo aquel que quiera contarme sus penas.
    De la chica que me viene a cuidar por las mañanas sé que cuando viene sonriendo y me lee las noticias del corazón, que aunque a mi no me guste ese mundo engancha, está contenta, pero cuando me venga y se siente a mi lado, mire por la ventana y empiece con sus “uhmm… uhmmmm… jum jum”, eso es que ha discutido con su Paco que la tiene harte pero le quiere y que no sabe qué hacer.
    Sé que son las nueve de la mañana cada vez que oigo bajar estruendosamente las escaleras al hijo de mi vecina de arriba yéndose al colegio -que ya lleva un año yendo solo- y sé que son las tres y media cuando le vuelvo a escuchar que sube corriendo y haciendo sonar sus llaves.
    Los martes y los viernes se me hace la boca agua oliendo los pucheros de mi vecina de al lado, la Encarnita, y el resto de la semana tengo que lidiar con los aromas sin sustancia de alguna vecina que desconozco pero que seguro que está dieta y jamás se distraerá al volante pensando que tiene que comprar zumo de naranja del que sabe como el natural, pero sin pulpa, azucarado, pero que engorde poco, porque de bien seguro que se irá directa al que ponga “Sin azúcares añadidos”.

   

lunes, 7 de noviembre de 2011

Este relato va dedicado a la Casa dels Xuklis, una organización que hace una gran labor con los niños con cáncer (http://www.lacasadelsxuklis.org)

Y por último, también va dedicado a Albert Espinosa, una persona que luchó contra el cáncer y lo venció, pero lo más importante: como persona es una persona única, un diamante.
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Me gustan los globos de helio. Tienen tantos colores y formas… Mi sueño es poder comprar un día muchos globos y soltarlos, ver como alcanzan el cielo y se pierden en el infinito. Pero claro, para eso primero tengo que salir de aquí. ¡Madre mía! Qué emoción estoy sintiendo, ¡y eso que todavía no ha llegado el día en que lo pueda hacer! Me lo puedo imaginar… Mamá, al ver cómo los suelto, pondrá por un momento cara de horror y exclamará “¡Pero que despilfarro de dinero!”, ya la estoy incluso oyendo, ¿tú no? ¡Jeje! Sí, seguro que sí. Pero papá reirá mucho y muy fuerte, enseñando todos los dientes que se empeña en disimular. Conociendo a papá…
     Pero ahora papá y mamá están un poco tristes… No sé si es porque me están dando unas medicinas que me han dejado sin pelo. A lo mejor me ven un poco feo… Pero yo me miro en el espejo y, ¡tampoco estoy tan mal! Además, ¡con este calor que hace me va de maravilla! Fíjate que a veces les miro entrecerrando mucho los ojos y puedo ver como se están deshaciendo como un helado. ¿¡Helado!? ¡Oh! ¡Ahora me comería un buen helado con mucho chocolate…! Pero bueno, ¿por dónde iba? Ah, sí… Mis papis están un poco tristes… Verás, se ve que tengo una cosa que se llama cáncer y no es muy bueno. Ese tal cáncer hace que a veces esté un poco malito y cuando lo estoy mi papá dice cosas como “¿por qué? Si sólo tiene cinco años…” y alguna que otra palabra fea que no la digo porque mamá no me deja…
     Yo estoy un poco triste, pero no por el cáncer ese que se ve que a veces se lleva gente al cielo, ¡a mí no me va a llevar! Si eso que se vaya con los globos de helio el día que los compre y los suelte. No, yo no estoy triste por eso… Sino porque ya no veo a mis amigos… Y tenía tres novias en el cole con las que me iba a casar. Y esto es un secreto que te cuento, ¿eh? No lo vayas a decir… Son las más guapas de la clase. Pero claro, ahora que no estoy en clase seguro que se habrán ido con Eric, el segundo más guapo de la clase porque el primero soy yo, ¿sabes? Además, a veces estoy flojo y no puedo correr, ni jugar…
     ¡Pero no te pongas triste! Hace poco era todo mucho peor… Mamá, cuando me dijeron que tenía que irme al hospital, tuvo que dejar su trabajo y venirse conmigo, y papá lo pasaba mal porque al continuar con su trabajo sólo podía venir a verme los sábados y domingos. Mamá no se podía quedar a dormir en el hospital y a veces, como un hotel vale mucho dinero, pues dormía en el coche. Con esto sí que te puedes poner triste de verdad, porque yo me sentía muy triste, sobretodo cuando intentaba hacer ver que no había llorado. Entre nosotros: miente fatal.
     Descubrimos que había una casa donde acogían a personas como yo y en la que tanto como mi mamá como yo podíamos estar allí y dormir allí, ¡sin pagar! ¿Te imaginas? Sí, yo también me puse muy contento cuando mamá me lo dijo. ¡Y la casa está súper cerca del hospital! Es súper guay, porque a veces vienen personas y nos enseñan a hacer pulseras y juegan con nosotros…
     Ahora sí que necesito que me guardes un secreto, ¿me lo prometes? Jo, pero guárdamelo de verdad, ¿eh? Que se que lo de mis tres novias ya lo has contado… Bueno, ahí va: Veo monstruos. ¡No te asustes! Son monstruos buenos que sólo vemos los niños como yo… Se hacen llamar Xuklis y ¿sabes qué hacen? Absorben las cosas malas que tenemos dentro y nos ponen buenos más pronto, ¿a qué me tienes envidia? ¡JA!

Penélope corre por la feria con su nuevo vestido. Es su cumpleaños y su padre le ha llevado con sus abuelos a la feria. Ella tira de sus pantalones con impaciencia mientras que con la otra mano intenta abarcarlo todo. Su padre le coge la mano y le susurra algo al oído. Ella sonríe. Se dirigen a un carrito de la feria, su padre saca dinero. Se alejan. Entre los dos sujetan todos esos hilos que sujetan los globos. Se miran entre los dos, cuentan hasta tres y los sueltan mientras Penélope sopla muy fuerte. Piensa que es gracias a su soplo que todos esos globos se han elevado hacia el cielo hasta perderse en el infinito, y su padre no piensa decirle la verdad. No le vayas a contar el secreto, ¿eh? Ssshhh… La abu exclama “¡Qué despilfarro de dinero!”, pero el abu ríe muy fuerte y con fuerza, enseñando todos los dientes que siempre se empeña en disimular… 

Laura González Barro 

miércoles, 21 de septiembre de 2011

[...]

"NOTA DE LA AUTORAMuchas veces he escuchado a gente comentar sobre aquella vecina que recibe malos tratos y "hay que ver qué mala vida le ha tocado a la pobre". Siempre me han parecido más importantes los hijos de esas pobres señoras, que viven estas experiencias desde pequeños, que las sienten... sienten el miedo. Ellos sí que no han tenido otra alternativa que soportar cosas que no les tocaban, nadie les ha dado la opción de jugar y jugar y ser felices o jugar y jugar... para después llorar cuando papá llegue bebido a casa. No pretendo ser políticamente correcta ni escribir historias de amor empalagosas (ello no significa que jamás vaya a escribir un relato de amor). Miles de escritores ya se encargan de eso. Me gusta mirar donde nadie quiere mirar, sin ello significar que sea una persona sumamente pesimista, simplemente, son casos que existen, como aquél que se enamora y se casa y vivieron felices y comieron perdices."
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Escuché a mamá decir algo de que papá tenía que estar en el bar. Yo no sabía muy bien qué era eso de estar en un bar, pero como mamá estaba triste y preocupada, decidí quedarme callado. Siempre que mamá decía eso de que papá estaba en el bar, más tarde papá aparecía y cerraba la puerta muy fuerte y chillaba y se oían ruidos y golpes, todo muy rápido. Así que cuando mamá dijo eso y decidí quedarme callado, al rato fui a decirle que me iba a dormir, pero era mentira, en realidad me quedaba sentado en la cama contando ovejitas, cantando muy flojito y dándome pequeños pellizcos para intentar no quedarme dormido.

     Entonces llegó papá, y escuché la puerta, y por el ruido diría que tropezó con algo y que, como siempre que volvía del bar, iba andando muy raro, como cuando yo empiezo a dar muchas vueltas y mamá me dice “no hagas eso que te vas a marear” y decido dejar de dar vueltas y voy andando sin poder mantener el equilibrio. Pues así andaba papá. La verdad es que cuando imaginaba a papá andar así, sentía mucho miedo, porque antes o después vendrían los gritos.

     Escuché cómo papá encendía la luz del salón y gritaba puta y se iba a la habitación muy rápido y cerraba la puerta de su habitación por dentro. Mamá también estaba dentro. Yo salí corriendo de mi habitación e intenté abrir la puerta pero no podía, porque como he dicho, papá cerró la puerta por dentro. “Liberar a mamá”, mi mente me decía una y otra vez que liberara a mamá. Como no podía abrir la puerta me puse a golpear la puerta muy fuerte, y a chillar. Chillaba mucho. Los vecinos empezaron a encender las luces del salón, se asomaron al balcón, y nadie hacía nada mientras yo chillaba muy fuerte y daba golpes en la puerta. A mí esa parte siempre me hacía sentir fatal porque en mi casa no hay cortinas y que me miraran y no hicieran nada… Pero bueno. Mi padre abrió la puerta muy rápido y salió. Yo tenía los ojos muy abiertos por el miedo. Mamá salió llorando. Yo también lloraba y tenía muchos mocos que no me dejaban respirar bien.

     Yo me ponía delante de mamá. Siempre. Porque sabía que así papá no le haría nada porque me podía hacer daño a mí. Eso creía. No me preguntéis por qué.

     Estuvieron mucho rato gritando. Siempre llega una parte en la que me encuentro tan mal que vómito y vómito y me hago caca encima, todo a la vez. Entonces mamá va conmigo al baño y papá nos sigue mientras sigue chillando como un loco y entonces yo de los nervios sigo vomitando y vomitando. Pero ese día no llegué a esa parte porque recuerdo que papá le dijo a mamá “¡hija de puta!” y yo le dije “¡hijo de puta tú!”, y entonces él se enfadó mucho y con la mano muy abierta me dio un golpe en la oreja. Noté un dolor muy intenso pero el miedo no te deja sentir nada. Sólo te confunde más y más. Mamá me abrazó y cuando me separó de ella me miró la oreja. Entonces abrió mucho la boca y se la tapó con las manos. Se puso muy nerviosa. Yo sólo veía su boca abrir y cerrarse constantemente pero no escuchaba nada, así que sentí aún más miedo. Sólo oía un “piiiiii”, como cuando entras a mucha velocidad en un túnel o el avión sube muy alto, pero no oía nada de nada. Papá seguía enfadado y abría y cerraba la boca también. Pero mamá ya no le prestaba atención. Me puso muy rápido la chaqueta, me cogió del brazo y salimos de casa. Yo no entendía nada, pero corría y corría a su lado. Entonces me llevó al hospital y me hicieron muchas cosas y pasó mucho rato y seguía sin escuchar nada y empecé a entender que mi alrededor siempre se iba a mantener en silencio y sólo iba a ver mucho movimiento y bocas abriéndose y cerrarse, pero ya está.

"Hold up
Hold on
Don't be scared
You'll never change what's been and gone
May your smile (may your smile)
Shine on (shine on)
Don't be scared (don't be scared)
Your destiny may keep you warm"
(Mantente firme
Sontente
No tengas miedo
No puedes cambiar lo que ya pasó
Puede tu sonrisa...
brillar...
No tengas miedo
Tu destino te mantendrá calido.)
 
- Stop crying your heart out; Oasis-

sábado, 20 de agosto de 2011

Muerta.

Así estaba cuando su hijo llegó al hospital, y lo notó porque no se quejaba. Ni por el calor, ni por el frío, ni porque su desayuno no estaba caliente, ni porque llegaba demasiado pronto o demasiado tarde, cuando la verdad era que siempre llegaba a la misma hora. Maribel, aquella mujer que siempre había amargado a los demás. Incluso exprimió a su marido enérgicamente hasta que murió, y cuando murió, lloró por él. Y qué ironía tiene sino la vida que nadie supo qué hizo con las energías que le había estado robando a él y a sus hijos porque a pesar de su extremo egoísmo jamás había luchado por la vida. Quejarse, de eso sí que sabía, pero del optimismo y del tirar hacia delante con fuerza, ni las paredes de su casa sabían qué era.
     Su nuera, aquella que se dijo que cuando muriera no lloraría por ella, lloró. Y qué pena que sintieron los otros cuando la vieron llorar que se acercaron y le dijeron que era normal, que después de tantos años, uno sentía a su suegra como a una madre más. Y ella asentía con la cabeza, pero en verdad lloraba de culpa. De culpa porque en el fondo había estado deseando que muriera ya para no pasarlo mal ni Maribel ni los demás, y porque en el fondo la odiaba, pero ahora que la veía tan quieta, sin inmutarse, sin vida y sin poderse defender ni quejarse, pena y culpa sentía.
     Y la vecina, que bien sabía cómo había sido en vida, que no había dejado descansar a nadie, también lloraba porque a fin de cuentas, a ella jamás le había hecho nada, y aunque nunca hubieran tenido roce, bien la recordaba ahora cuando iba desafiante y altiva a comprar cada mañana su barra de pan. Y qué penita daba verla así a la pobre Maribel, y qué pena la vecina que lo que no contaba era que le recordaba que algún día acabaría ella también así, en una caja.
     Y el hijo de Maribel, qué cabe decir: lloró, pero fue un llanto de cansancio y agotamiento, de pena y de frustración porque todos esos días que había pasado junto a ella en el hospital, habían acabado así, y nadie le iba a devolver las energías que había invertido en cuidarla. Y a pesar de todo, ver a ese cuerpo que un día había sido erguido e insultante de un débil encorvado, le hacía pensar si acaso no se había mostrado así ante la vida para no mostrar esa fragilidad…
Aunque hubiese sido una persona insoportable y egoísta que tan sólo pareció preocuparse de sí misma.

 Laura González Barro